LA CONSULTA
No
había anuncio, ni nombre, ni timbre, solo una puerta de madera con
cuatro cristales de colores opacos. El cristal del estremo
izquierdo estaba quebrado y hubiera podido ver hacia el interior de
la vivienda si mamá me hubiese dejado arrimar el ojo hasta la
abertura. La puerta cedió con un chirrido largo y agudo y allí
parado estaba el doctor. No era el doctor común que yo conocía. No
vestía bata blanca. Llevaba pantalones y
chaqueta oscuros y una corbata bien ceñida al cuello. Entramos en
pequeño estar. Preguntó mi nombre y mamá respondió por mí. Me
dijo que era una niña linda y mamá ordenó que le diera las
gracias, y así lo hice. Tampoco tenía consultorio; nos atendió en
una oficina oscura, apestosa a químicos, alcohol y forrada de libros
gordos. En una pared había una colección de mariposas azules
pinchadas con alfileres y una docena de monstruos embotellados
perfectamente alineados sobre una repisa.
Nos sentamos en dos butacas
frente a él. Se inició una conversación que no entendía. Mi
atención estaba fija en los frascos transparentes que se hallaban
detrás de él. Eran unos animales gris verdosos y de cola larga.
Había un espécimen minúsculo, como una rana. Había otro enorme
aprisionado entre la base y la tapa con los ojos de mirada perdida
pegados al vidrio del frasco. Este era color lila. Venciendo mi
timidez y rindiéndome a la curiosidad pregunté como se llamaban los
animalitos. Fetitos, se llaman fetitos respondió el doctor.
Sonreí complacida.
Sonreí complacida.
Macabra ternura. Sorprendente y sorpresivo. Suscinto como me gustan a mi los relatos.
ResponderEliminarGracias por repartir de la memoria, sus fragmentos.