MI REENCUENTRO CON FIU


Regresé a FIU, esta vez para llevar a mi hija. Tenía una gran ilusión de mostrarle la universidad, visitar los edificios y salones de clases donde aprendí inglés hace treinta años, mostrarle el Ratskeller donde comíamos burritos después de clase, llevarla a la librería frente a la laguna donde alguna vez caminé con Bea Aranguren y descalzas sobre la yerba, le tirabamos pan a las tortugas. Sabía que a medida que la recorriera, brotarían miles de anécdotas y recuerdos de mi vida estudiantil.
Comencé decidida y con paso apurado. Pasé media hora caminando, ubicándome, seguida no muy lejos de Alex. Localicé la librería y sabía que el edificio de mis clases estaba al oeste; pero no lo reconocí. Nada era familiar. Nada era como lo recordaba o como lo revivía en mis sueños. Mi ilusión se convirtió en ansiedad. Busqué sin éxito una escalera, un pasillo, una puerta reconocible. Ese lugar donde tantas vivencias tuve en mi adolescencia, era como un adorado amigo que no te reconoce, que no sabe quién eres.
Comenzó a llover. Fue una tormenta con rayos y vientos huracanados. Corrimos al edificio más cercano para resguardarnos. Esperando, abrí puertas pensando que detrás de ellas encontraría un pedazo de recuerdo escondido, algo que me conectara con el pasado. Permanecimos allí por más de dos horas. Repentinamente, como en un flashback, aparecieron las escaleras por las que subía a clase y el patio hundido donde algunas tardes me senté a hablar con mi primer amigo gringo, Bay Snow. Estaba confundida; todo lucía reducido, extraño e irreal. Y la realidad se imponía como obligándome a aceptar este nuevo sitio, en lugar de aquel que buscaba. Me obligaba a olvidar y sustituir mis recuerdos.
El FIU que yo buscaba solo existe en mi mente; quizás en mi imaginación.

Comentarios

  1. Esas son las trampas que nos tiende la memoria, las idealizaciones que nos montamos y que después, al confrontarlas con la realidad, nos defraudan un poco.

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