Recordando las mascotas de mi infancia.


Cuando éramos pequeños mi padre nos regalaba las más exóticas e inusuales mascotas. Mientras otros niños  enseñaban trucos circenses a sus perros, mis hermanos y yo  clasificábamos ratones blancos  en cuatro pestilentes jaulas: hembras, machos, recién nacidos con madres, y otros (inclasificables).  De esta manera evitábamos una masacre: que se comieran unos a otros como ya había sucedido. En una oportunidad contamos cerca de cincuenta ratones  y nuestra culebra Cleopatra -una tragavenados encargada a un amigo aventurero de mi papá, que despojaba  de sus  mascotas a los  aborígenes amazónicos-  no comía con la misma hartura con la que  los ratones se apareaban dentro de las jaulas. Cleo era todo un espectáculo. Los niños del vecindario  traían a sus primos a verla bajo la mirada vigilante de los adultos que  opinaban que si comía venado (como su nombre lo indicaba) podría repentinamente enroscar a un niño,  estrangularlo  y devorarlo, escupiendo después el cabello en un  eructo bestial;  aunque no medía más de tres metros... pero la imaginación es grande.  Nada de eso sucedió, aunque una muchacha que trabajaba en la casa desapareció en circunstancias sospechosas, nunca más supimos de ella y asumimos que  había regresado al Táchira porque echaba de menos al novio. Decía que Cleo era un espectáculo y los fines de semana encontrábamos niños aventurándose en el jardín  con emoción y  cautela, para verla enroscada en su jaula. Por lo general venían a verla comer, unos conmovidos, otros espantados  ante el  cruel espectáculo del ratón  tragado vivo y sin masticar. Un día la dejamos libre en el césped. Un grupo de  niños inadvertidamente quedó atrapado entre la culebra y el monte atrás. El mayor, ante el acecho de la boa, escalaba el monte agarrado con una mano de la rama de un árbol y con la otra  auxiliaba a los otros que gritaban aterrorizados mientras Cleo se acercaba más y más a ellos. Los gritos alertaron a mi  hermano quien salvó a Cleo de los escandalosos vecinos.  El caso es que Cleopatra murió tiempo después y la lloramos como a un perro y la enterramos cerca de la acera de una casa en construcción, la de los Bruni creo, debajo de  una cruz de palo que mi hermano  ensambló con pabilo. Ese día, casi rezamos y todo. Al poco tiempo, dado el éxito, mi padre nos trajo otra culebra. Como buenos hijos de creativo publicitario, no se nos ocurrió nada más catchy e imaginativo que  llamarla Cleo II. Y así tuvimos III y IV, todas Cleos, y todas morían y las enterrábamos en la misma área que al poco tiempo parecía el cementerio general.   Un día mi hermano exhumó las sepulturas y recolectó  los  huesos  y  pasó horas reconstruyendo los esqueletos. Al final cansados de tanta tragedia, probamos suerte con otra mascota, no sin antes soltar a los ratones blancos en el monte detrás de nuestra casa. Los pobres animalitos de dios corrían en todas direcciones. Entonces mi papá nos sorprendió con un mono, también amazónico.  Era un animal simpatiquísimo y alborotado (no recuerdo su nombre, quizás se llamaba Cleo también)  que vivía en la casa del perro (que también enterramos) y  cuyo mayor placer  era tocarse el miembro con movimientos rápidos y  agitados, mientras mostraba los dientes. Cada vez que veo a Chris Kattan en el sketch de SNL, recuerdo al monito. Por suerte  zafó la cadena de su cintura, se liberó y se perdió en la selva de Colinas de Bello Monte junto a los ratones, un salchicha que nunca regresó, dos conejos, tres gatos. Nuestro aporte a la fauna local es indiscutible. 

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