Cuando nos mudamos a nuestra casa hace cerca de un año,  conocimos a Lucy saliendo de la suya. Nos presentamos. Intercambiamos teléfonos y ofrecí mi ayuda para lo que necesitara; no importa la hora, insistí. Manipulaba con eficiencia su teléfono celular, grabando mi número con facilidad mientras hablábamos. Alisaba su pelo rubio enmarañado, sin peinar por días, y arreglaba sus multiples piezas de ropa, de diferentes tonalidades, que  vestía una encima de la otra de una manera desaliñada y al mismo tiempo bohemia, como si hubiese salido apurada y sin intenciones de encontrarse a nadie. Se disculpó por la facha. Procedió a recoger el correo y desapareció en la espesura de su jardín donde se esconde su casa, dejando la huella de su tanque de oxígeno arrastrado a todo lo largo del camino. En navidad le llevamos un Panettone que agradeció y celebró con entusiasmo.
No se le veía mucho de día. Su vida comenzaba a las once de la noche, cuando salía  arrastrando el tanque, abría y subía a  su camioneta Toyota con dificultad y ponía en marcha el motor calentándolo y acelerándolo por unos minutos. A toda velocidad desaparecía calle arriba en la oscuridad  y reaparecía una hora después, usualmente con bolsas de comida o take out. No es que yo sea una fisgona o la radio bemba del barrio, pero estoy pendiente de los ruidos, sobre todo desde el día que vi a un niño correr por el jardín a las tres de la madrugada. Pero esa es otra historia. Lucy me despierta. A veces no sale por días y en la noche, a la misma hora, recibe un encargo  de comida rápida: a veces es pizza, a veces chino. El repartidor hace milagros para llegar hasta la puerta; atraviesa un largo estacionamiento; pasa entre carros abandonados, decenas de cestos de flores,  carretillas y maquinaria de jardín. No hay  luz que alumbre su camino. Algunos repartidores encienden las luces altas del vehículo y eso ayuda un poco, pero no mucho porque la casa está alejada de la calle. Desde la puerta Lucy guía  “to the right… more to the right… up the stairs”. Finalmente recibe la compra en la puerta y mantiene conversaciones largas, como si no quisiera que la visita se fuera porque algo tiene que decir que ahora no recuerda. Y entre aguantar la puerta abierta con un brazo, mantener el tanque cerca sin que se caiga, recibir la  comida sin enredarla con los tubos de oxígeno, pagar y recibir el dinero de vuelta, todo se convierte en una complicada maniobra. 
Por días nevó y no supe de ella. No salió y ningún repartidor llegó. Decidí llamarla. Una voz leve, quejosa y entrecortada atendió. Lucy no estaba bien. No podía respirar. Me pidió que recogiera un medicamento en la farmacia. Decido cocinarle una sopa que la reconforte, y a esa sopa sigue otra que entrego en la puerta de su casa. Me pide disculpas por no dejarme  entrar. My house is not in good shape. Se siente obligada a conversar conmigo en agradecimiento a mi gesto. Me cuenta de su hijas. Respira trabajosamente después de cada frase. Tose. Insisto que descanse, que no hable, que aproveche la comida caliente. Comienza a nevar nuevamente y me despido. Cruzo a mi casa por un atajo.
Le llevo comida en envases de vidrio y luego compro unos más económicos de plástico. Ella agradece con efusividad, comentando sobre mis cualidades de cocinera. Dudo si come. Quizás no le apetezca. Quizás no le guste  la comida étnica. Hasta que un día me preguntó sobre  the mistery vegetal in the soup. Supe entonces que se había encontrado con un plátano sancochado en la sopa. Otro día comentó sobre el detalle de unas pasas escondidas en el guiso de una empanada; supe con satisfacción  que se comía mi comida y que además podía discriminar los ingredientes. Comencé a cocinar para uno más. Ahora añadía una porción, media taza adicional, un poco más de agua para que alcanzara para Lucy. Con esta motivación, decidí cocinar platos que tenía años que no intentaba. Le hice  empanadas de queso, sancocho y Miso Soup. Desempolvé mi paellera; compré calamares,  camarones, mejillones, azafrán y preparé un arroz  bajo la supervisión lejana de mi madre, quien es la reina de las paellas de este lado del Atlántico y del otro lado también. Saqué la flanera que me regaló mi suegra y me esmeré en preparar uno de mis mejores quesillos. Aprobó todos mis platos.
  El medicamento hacía  efecto y Lucy se sentía mejor, pero aún no salía con su Toyota, y siendo tan viejo y frágil y con las temperaturas heladas, lo más seguro es que no encendiera de todas formas. Había sucedido antes; la auxiliamos con los cables de batería a media noche, ingeniándonosla para introducir nuestro Mini en el bosque de su propiedad, sin aplastar las decenas de macetas de plantas muertas, empujando cortadoras de grama y otras irreconocibles máquinas  ocultas bajo lonas  deterioradas por la exposición a la lluvia, la nieve y el tiempo.
Dos policías del condado tocaron a mi puerta haciendo preguntas, sin revelar mucha información, pero exigiendo la mía y  sugiriendo que le eche un ojo a la casa. La entrada ha sido acordonada con  teipe amarillo y unos documentos firmados y sellados  han sido pegados a la puerta. En las noches una luz se enciende en su interior como si aún Lucy estuviera allí. 
Dejó de nevar  y me aventuro hasta su propiedad. Documento en fotos la casa, todos los detalles que alguna vez la hicieron un hogar. Lámparas, cascabeles, duendes y lagartijas gaudianas cuelgan entre los arboles en el camino hacia la puerta. Paso con cautela frente a la jaula de pájaros extintos. Los cascabeles colgados en las ramas de los arbustos anuncian mi paso. Rodeo la propiedad. La fachada lateral está descolorida y cubierta de una capa verde. Parece que la selva quisiera recobrar su área y las yerbas se cuelan entre las tablas de madera y el moho crece en el techo y la casa tiene el color a hojarasca, como en una intento de mimetismo. Algunas ramas de arboles han caído sobre el techo y lo han fracturado. La terraza trasera que da al río, está cubierta de todo lo que Lucy tuvo. Lavadoras y neveras de los años sesenta, setenta, ochenta… Mesas y sillas de distintas épocas acumuladas unas sobre otras a la intemperie. Encuentro una silla de jardín totalmente embullida por el follaje. Me detengo un rato y después de dudar sobre mi intervención, destapo, descubro la silla olvidada debajo de la maleza. Pienso que ha podido ser el lugar predilecto de las hijas de Lucy, correteando bajo los arboles, disfrutando la brisa y el agua del río correr y  los zorros y  venados pasar en las tardes otoñales. Las hijas que ahora están ausentes en su vida.
Me acerco a la puerta. Los carteles y la cinta se han despegado; esto me incita a ignorarlos. Condiciones infrahumanas dice un cartel. Inhabitable dice el otro. Encuentro la puerta abierta y decido recuperar mis envases de vidrio. En el interior de este rectángulo el papel tapiz se despelleja de los listones de madera dejando entrever el moho y la putrefacción. Hay un fétido, contaminado olor que se siente denso al respirar. Cubro mi nariz con el cuello de tortuga. Las ventanas no filtran mucha luz. Otras áreas parecen inaccesibles, como el segundo piso; las escaleras se pudrieron hace tiempo. Por lo visto Lucy solo habitaba la sala donde dormía en un sillón que alguna vez lució una fina tapicería blanca, pero que hoy está opaco y vencido con la silueta de su cuerpo marcado en él. Encima, arriba en el techo, hay una ventanilla  por donde se ve un pedazo de cielo. El control de la calefacción tiene los cables expuestos. La cocina está dilapidada, cayéndose a pedazos. Mis envases de comida son unos más de los cientos de  recipientes acumulados sobre el fregadero. No me atrevo a tocar nada. Me falta el aire. Mi vista se nubla. Lucy  moría en vida.
Y yo cocinándole sopitas.

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