Relato sobre un anexo.
Luchaba por mantener mi identidad, recobrar mi felicidad y salvar mi
recién formada, desubicada y desorientada familia. Por ello urgía
mudarnos. A diario leía los anuncios clasificados en busca de un
lugar pequeño y económico donde vivir, pero todo estaba por encima
del presupuesto. Mi nuevo pasatiempo consistía en pasear por la
ciudad en busca de un anuncio de alquiler, hasta que finalmente opté
por preguntar aunque no hubiera evidencia de renta. Fue así que
llegué a esta casa.
Un
señor mayor regaba el jardín. Bajé a preguntar si sabía de algún
alquiler en la zona. Para mi sorpresa, él mismo tenía un
apartamento. ¡Qué coincidencia! El lugar lucía perfecto. La
urbanización era cerrada, con vigilancia y la casa aunque vieja,
estaba bien mantenida. Además, se encontraba cerca de todo: un
colegio en la esquina, un mercado y en frente, un parque alegre y
polvoriento. Hasta el pediatra quedaba en la misma acera una cuadra
más abajo. ¿Qué más podía pedir? Concertamos una cita esa misma
noche, cuando Pedro saliera del trabajo.
Esperé
con ansias la hora de la cita. Pedro no lucìa convencido, pero se
dejó llevar por mi entusiasmo. Un poco antes de las ocho rondábamos
la urbanización viendo la casa desde todos sus ángulos: subiendo la
calle, bajando la calle. La longitud del muro que rodeaba la
propiedad dejaba entrever un terreno bastante amplio. Imaginaba que
el anexo estaría allí, separado de la casa principal y en un jardín
grande donde mi hija podría jugar.
Era las ocho en punto. Estacionamos
frente a la casa. Una tenue luz alumbraba su
interior. Bajamos del carro. Los perros de las casas contiguas
ladraron y despertaron a Alexandra que había estado dormida,
cabeceando en el asiento trasero. Pedro la animó a seguir durmiendo
en sus brazos. Chupándose el dedo, apoyó su cabeza en el hombro de
su papá cuando éste
la cargó.
Tocamos
el timbre. Una puerta que no era la principal se abrió y de ella
salió una ópera
triste
seguida del dueño de la casa. Nos saludó efusivamente. De un manojo
de al menos treinta llaves, escogió cuatro que abrían las
cerraduras de la reja del garaje. Después
de varias vueltas de cerrojo la reja cedió y nos permitió entrar.
Detrás de nosotros se cerraron otra vez los candados y cerraduras.
Una, dos, tres, cuatro. Por más que lo quise disimular, Pedro vio
cuando tragué saliva. Traté de relajar la tensa situación
halagando lo bonitas que estaban las flores de una maceta.
El
señor dedicó su atención a la niña y se la robó de los brazos de
Pedro. Con nosotros muy cerca detrás, entró a la casa por la puerta
de la cocina. En el interior la opera
se intensificó. Lamentos, lloros. La
Mamma Morta. Alex
pedía regresar a los brazos de su papá. El hombre insistía que se
quedara
con él. Finalmente ante la insistencia, la entregó y ella abrazó fuertemente a su papá.
Es
que me acordé de mi... discúlpenme, sollozó el hombre. Y
desconsolado, comenzó a llorar. Perdí a mi esposa hace poco y desde
entonces he estado muy...muy... Pero no terminó de decir lo muy, muy
que estaba. Ambos miramos con atención las llaves que el señor
colocaba sobre la mesa de la cocina. Se limpió las lágrimas con un
trapo colgado y prosiguió; bueno,
vamos a ver el anexo.
Lo
seguimos. Sus pasos
acompasaban los lamentos
de
María Callas que aún se oían
atrás
en la casa. A pocos metros, nos señaló que entráramos en un cuarto
del tamaño de un baño. En el pequeño espacio colgaban hachas,
serruchos, tijeras de jardinería entre otros implementos
filoso-punzantes. De un clavo en la pared el hombre descolgó una
linterna que examinó a ver si funcionaba. Encendió, y
con su luz alumbró
la
entrada al jardín por la que se llegaba al anexo: una pequeña
puerta en la pared por donde difícilmente cabrían mis caderas de
recién parida y a la que se llegaba por medio de tres escalones.
Recordé el horno donde la bruja quería meter a Hansel y donde
finalmente Hansel empuja a la bruja.
Al
abrir la puertecilla de hierro, se vio una
área
oscura y al encender la linterna se reveló un follaje espeso e
imposible de penetrar.
Vamos,
vamos, está aquí un poquito más al fondo, nos animó a seguir.
La
cara de Pedro se trasformó de susto a terror. Yo no sabía qué
era
peor, si salir viva y enfrentar a mi marido después, o lo que viniera con el viejo.
Mire
señor, se le ocurrió decir a mi marido mientras retrocedía fuera
del cuartucho, va a ser un poco difícil con la niña. Yo me la quedo
aquí, pasen ustedes, insistió, ofreciendo nuevamente cargarla en
brazos.
Convencidos
de
que
quería hacer picadillo con nosotros, salimos del cuarto
excusándonos
que
no era el momento, ni la hora del día y sobre todo, la niña. El
hombre insistía y ahora lloraba nuevamente explicando lo que
significaba tener la compañía de una niña en esa casa tan
solitaria.
Una
niña traería mucha felicidad. Mucha, mucha felicidad.
Otra
ópera se oía dentro de la casa. Yo hubiera querido saltar la reja
de hierro, pero mantuve la calma. El señor se alejó de nosotros y
entró nuevamente al cuarto de herramientas donde hizo mucho ruido.
Yo pensaba que vendría con el machete. En un instante me imagine en
los titulares en la página de sucesos del
periódico.
Los
tres nos agrupamos cerca de la verja, muy alta como para intentar
saltarla. Pedro me entregó a Alexandra como para tener los
brazos libres. Los carros pasaban por la calle ignorantes del
infierno que estábamos por sufrir.
El
señor no terminaba de salir. Estaba buscando el arma perfecta pensé.
Ojalá no sea con la tijera de jardinero; está bien oxidada.
Un
carro con vidrios oscuros se estacionó detrás del nuestro
Volkswagen, frente a la casa. Segundos después salió un muchacho
joven, con el rostro picado de acné
y
cara de antisocial.
Papá
ábreme, ordenó.
¡Qué
desgracia, un cómplice!, pensé.
Creo
que se sorprendió de vernos allí tan... tan vivos aún.
El
hombre se asomó desde el cuarto de las herramientas y le dijo “te
tardaste”, lo cual confirmaba mi sospecha. Caminó con ligereza
hacia la cocina donde se oyó el sonido metálico del manojo de
llaves con el que segundos después abrió las cerraduras y candados
uno tras otro, tras otro. El joven entró al mismo tiempo que Pedro
sostenía la verja abierta y nosotras salíamos rozando nuestros
cuerpos con el desconocido.
Desde
la acera, recobrada la valentía, Pedro se dirigió a ellos detrás
de las rejas. Aprovechamos la oportunidad para irnos; regresamos
mañana... durante el día, cuando se vea mejor.
Pero lloraba... seguro algo le pasaba, lástima que con una niña pequeña uno no pueda correr el riesgo de averiguar qué.
ResponderEliminar